I
Suele suceder que el tiempo
transforme los recuerdos
en otros recuerdos
las miradas en otras miradas
las sospechas en otras sospechas.
Cada familia celebra sus ritos
cotidianos, crea de la nada
sus propios fantasmas, inventa
por las noches monstruos clandestinos.
De esa lúgubre orfandad, venimos
a este mundo, para iniciar
un extraño pacto con la vida.
III
Nunca sabremos con total certeza
cual fue el ojo de la mirada
que cautivó nuestros sentidos.
Tampoco será fácil reconocer
el ojo que condenó a perpetuidad
estos rutinarios actos.
Lo que sí corroe con furia
los bajos fondos del alma
es esta libertad a medias
a que nos condujo ciegamente
ese ojo, esa mirada.
IV
Pensemos un poco en nuestra infancia.
(Pensar es una forma de retornar
a lo sagrado.)
El viejo sabio decía: “Imagina que
del otro lado del portón hay otras
verdades. También, claro, otras mentiras.”
Uno regresaba pálidamente a su casa
y miraba una y otra vez ambos lados
del portón.
Ahí comprendíamos para siempre
que en realidad no hay peor estado
para el hombre, que la sospecha
que encubre otras sospechas.
XII
Ese hombre que hoy duerme
en medio de la calle
alguna vez supo disfrutar
de los placeres terrenales.
Amó a dóciles mujeres
bebió finos licores
dilapidó lo propio
y lo ajeno, como queriendo
negar aquello de que
nada es eterno en la vida.
En otros tiempos
al ver a otros hombres
durmiendo como él duerme ahora
solía repetir en voz alta:
“Algo habrán hecho
para merecer esto.”
XIII
Esa dulce muchacha que reía
y le hablaba a los pájaros
(“La vida es bella…”)
callaba cuando ellos
dejaban de cantar.
Una mañana los vio morir
al costado de un árbol caído.
Nunca mas se supo de ella
pero corría el rumor
en el barrio
que en un loquero de Barracas
ella inventaba pájaros
para seguir ejerciendo
su antigua manía.
También se comentaba
que les susurraba
una y otra vez:
“No hay nada más amargo
que el sabor de la derrota”.