A Soledad Serrano
que creyó en este poema antes que yo.
Algunos gestos son arrojadizos, están llenos de furia, listos para que el aire se ilumine y sepa la distancia,
la infinita distancia miserable que separa a los hombres de la vida.
Otros son aún más rápidos, una ráfaga, un brillo, un chasquido de luz. Son para confianza de la piel, para que
no se nos olvide la caricia más tenue.
Muchos parecen sin sentido pero tienen misterios en la manga, secretos incurables, decididas nostalgias,
horror a la distancia que los niegue o devore.
La mayoría de los gestos no son más que sustancia de abandono, impecable blancura, milagro inusitado,
carne sola, manera de existir.
Tened a mano siempre vuestro gesto, que lleve nombre o contraseña. No lo perdáis de vista por si os es necesario
para pensar, amar, decir quién sois; para reconoceros, entregaros, ocupar vuestro puesto en la escena del mundo.
Así reposa el índice en los labios, artesa de los besos y el silencio, así damos la espalda no entregada, la espalda
en que nos vamos, dócil gesto de adiós o sígueme.
Así se tiran dados por la mesa, con un leve desorden de las uñas, tras haberlos mimado entre los dedos: «¡Allí, allí!»
cantan luego los dados. Y el gesto se hace ajeno aunque fue nuestro.
Así se arroja el guante o la toalla, soberbio desafío o rendición, campo de hierba y sangre, cuadrilátero hermético
de cuerdas, de pasión y de gritos, lugar de amor o espacio de locura.
Así nos despedimos frotando la distancia con la mano, desafiamos al espejo con los dientes o entornamos los ojos
para ver más hondo.
Encogerse de hombros es todo un recital de ergonomía.
Así son tantos gestos que hacen alta la vida.
Llevar la mano al pelo y retirarlo para que no sofoque la tristeza ni
oculte los deseos, mirar sin ver la hora del reloj, que puede ser la nuestra algunas veces, acurrucar los dedos sudorosos
ocultos en el alma del bolsillo, mirar al fondo de metal o vidrio, cuando en el ascensor gime el silencio.
Unos gestos ayudan, otros duelen, aquéllos dejan ácida la boca, éstos los ojos tristes, la memoria tensa.
Los hay que alegran y los hay terribles. A veces todo al mismo tiempo, como un beso tirado en el vacío, o un dedo que se agita reclamando, riñendo, dueño de aviso siempre, amenazante o protector.
Tender la mano a un niño, «ten cuidado», para que logre cruzar la vida
o la calzada con nuestra palma en vilo y nuestro miedo.
Humedecer los labios, ¡oh, esa alquimia que siempre alimentó el deseo! Girar el cuello a la sartén que nos reclama
mientras se bate un huevo en la cocina.
Ir pasando las páginas de un libro, sin leer, sin saber cómo; suspirar levemente cuando empieza la turbia carretera su canción, madrugado sopor, tedio, noticias.
Puño o mano tendida, caricia o bofetada, movimiento o quietud, insinuación u olvido.
Los gestos son lo que sujeta el mundo.
Toser antes de hablar, quitarse un hilo de la ropa y hacer con él planetas, frotar donde las gafas estuvieron,
teclear con los dedos el volante, la mesa, la rodilla impaciente.
Comprobar el botón agonizante, devolver la mirada de reojo con oficio aprendido en antiguas películas.
Todo mientras se afloja la corbata o devolvemos al lugar perfecto la hombrera de un vestido.
Los gestos son sin duda lo que sujeta el mundo.