La frase que no hemos dicho,
cierta respiración de la boca en el apetito del sueño,
el silencio que comienza como una bandada de pájaros;
yo he depositado esa frase en el plato donde nos sirven la
cabeza del Bautista.
Estoy aquí después de extraviar mi mejor ofrecimiento,
aquí la escondida aptitud del metal con que los dioses antiguos
desnudaban la desgarradura del mundo,
el crimen como un acto fallido de amor,
la cicatriz invencible de la muerte, la vieja destreza de los labios
colectivos,
el llamado del mar, las señales del pájaro sepultado en su vuelo.
Orden diurno no puedo darles de mí;
en mi esqueleto, en mi atrocidad lunar, lo que brilla es la escasa
sangría
que aún queda de mis astros:
el punto más pequeño y débil de mi frase es un vago movimiento del
agua después del naufragio,
cuando todo ha desaparecido de la superficie
y el propio ritmo del mar adquiere la soltura de ciertas ausencias.
Y este desafío verbal, este arranque del alma,
este cuerpo a cuerpo de la noche con la leyenda
mientras la oscuridad toma la forma de los árboles, de los rostros
entregados a la apariencia del beso,
aún este tiempo nos deja oír el mar,
el antiguo quejido de las playas como una humanidad tolerada por
el sueño de sus dioses
y por el golpe de puñal de sus mejores asesinos.
El sabio desconfía del sabor a selva del alma,
del cuerpo que se baña en la súplica de su propia carne espumando
congoja
de la mujer arrodillada ante lo abstracto del falo;
por ¿qué significado pedían ustedes a la noche?
¿Qué oscura razón de vivir aterraba nuestros labios
mientras la yerba nocturna crecía en vuestros ojos?
Y ese amanecer que alguien lleva en los brazos como un cacharro
que gime débilmente,
crecerá cuando el sol se tope con su propia sombra
y un cultivo de llagas sedientas establezca en los pechos la curva de
la Historia.
Todos sabemos de alguna manera que el terror es una pasión sagrada,
una puesta en escena de nuestra propia inocencia
y de nuestra propia revelación.
Todos sabemos de esta boca alucinante que también está en nuestros
labios silenciosos,
todos sabemos de esa mejilla pálida con que a menudo designamos
la actitud de la tarde.
Una música antigua se oye a lo lejos
y el silencio enciende el fuego de la vejez en el brasero de nuestras
casas.