Mirar desde la altura de un padrenuestro las azoteas envueltas
en la niebla, los amores furtivos, las peleas de vecinos y las
cabezas de los paseantes, es un oficio que se pierde en los
balcones de las viejas usureras y escurridizas como lentejas en
días de hambre.
No hay nada como ir en pos de la puerta deseada sobre los pies
desarmados de cadenas, libres de pisar las colonias de
hormigas que acampan y duermen debajo de los árboles;
caminar sin tiempo y sin penitencias para dejar en la tierra, al
menos una leve huella de pisadas.
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