Una vez les di a mis hijas, por separado, dos caracolas
extraídas del arrecife, o vendidas en la playa, no me acuerdo.
Las usan como topes de puerta o reposalibros, pero sus paladares,
húmedos y rosados, son el canto insonoro de ángeles.
Una vez escribí un poema llamado «El Cementerio Amarillo»
cuando tenía diecinueve. La edad de Lizzie. Tengo cincuenta y tres.
Esos poemas que he alzado no se vinculan a traducción alguna
como si fueran hitos musgosos; cada uno baja como una piedra
al fondo del mar, asentándose, pero déjalos yacer, con suerte,
donde las piedras están profundas, en la memoria marina.
Déjalos estar, en agua, como mi padre, que hacía acuarelas
se adentraba en su trabajo. Llegó a ser una de sus sombras,
dubitante y difícil de ver bajo la luz solar del verano.
Se llamaba Warwick Walcott. A veces creo
que su padre, por amor o bendición amarga
lo llamó así en honor de Warwickshire. Las ironías
se mueven. Ahora, cuando reescribo un verso,
o esbozo en el papel que se seca rápido las frondas de cocos
que él hizo tan tenuemente, las manos de mi hija se mueven en las mías.
Las caracolas se mueven por el fondo marino. Acostumbraba a mudar
la tumba de mi padre de las ennegrecidas lápidas anglicanas
en Castries adonde pudiera amar a los dos a la vez-
el mar y su ausencia. La juventud es más fuerte que la ficción.
Versión de Vicente Araguas
Huerga y Fierro Editores