Están en ti mis orígenes,
mis dioses, mis resinas, mis sueños.
En tu vida de ayer y en tu muerte de hoy,
en el grave silencio que te guarda
en un bosque de flores de elevados tallos,
en la penumbra de la música y las luciérnagas.
Vas por comarcas de iluminadas grutas,
de reflejos violetas y de truenos azules,
sin haber interrumpido la ascensión de tu ser,
porque la muerte nos acoge en sus leyendas
y en sus graves dominios de cerezos en flor.
Ella… Ella… La que nos devuelve la memoria
doliente de la esposa, del hijo, del amigo,
y acerca los perros a las tumbas,
y agita mariposas en torno a nuestra frente,
y da suaves movimientos a los retratos en los aposentos.
Ella… Ella… La que tan ardorosamente ignoramos.
¿Cómo he de aguardarla yo en mi angustia?
¿Qué anuncian los coros que a veces oímos
más allá de las arboledas vespertinas?
¿En cuál de nuestros oscuros sobresaltos
ha estado junto a nosotros, mirándonos,
desde su ventana de frío e inolvidables pinos,
como en un espejo de sufrimientos
y de hundido son de campanas,
en ese momento en que nos miramos el rostro con indiferencia,
con recuerdos, y pensamos en el pan de todos los días?
Venimos de la noche y hacia la noche vamos.
Tú eres ya el habitante de los reflejos y los ecos,
pero aún oigo tu voz y tu corazón y veo tu sonrisa
y tu barba blanca y tu mano fuerte.
Tu mano, que un día, tuyo, y con palabras tuyas,
de alguien se despedía desde un golfo perdido,
en ese momento en que aprendías a estar solo,
viendo los distantes navíos, los amantes en las playas,
los pescadores moviendo sus barcas hacia las olas.
Eras el que sabía avanzar con su vida,
entre las cosas que están aquí,
para el hombre, para el que vive, para el que se debate.
Las cosas que están aquí sobre la tierra,
y pasan junto a nosotros para habitar en la memoria
y edificar nuestra existencia resonante.
Vienen de ti mi afán y mis palabras,
y es tu sangre la que dice con mis labios:
hierro, pan, campana, frente, piedra, flor, caballo,
casa, sartén, naranjo, césped vespertino,
romero, yerba, clavo, cayena y astromelia.
Y está aquí mi existencia con hijos en las horas,
con hijos que me llaman en las horas,
buscándose a sí mismos en las horas.
Y estoy aquí para llevarles pan,
y andar por la ciudad con mi destino,
correr entre relojes con mi angustia,
y contemplar los astros, y mirarme las uñas,
y gritar hacia adentro y hacia el mar,
y hacia la noche, y hacia mi madre,
y hacia los grandes estremecimientos del mundo.
Y estoy aquí buscando las respuestas de mi sangre,
los signos solitarios que me hieren,
mis huellas que me siguen en la tierra,
mis huellas que vienen de tu vida,
padre mío, padre de mi pesadumbre.
Y de mi poesía.
Canto XXV de Vicente Gerbasi
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