De cómo Robert Schumann fue vencido por los demonios (XXIX) de Francisco Hernández

Dos años después de tu zambullida en el Rin, la niña Clara
llegó a visitarte por última vez al manicomio de Endenich.
El atardecer rodeaba de angustia su cabello.
El aire tenía peso de vapor subterráneo.
Creyendo que era la más reciente composición de Brahms
le tendiste los brazos y te aferraste a ella con la serenidad
de quien ya no es dueño de sí.
Tus rasgos delataban escenas infantiles y alrededor todo
parecía sagrado.
Súbitamente aparecieron las convulsiones y el tono más alto
del delirio.
¿Te acuerdas? Veías a la niña Clara como a un cisne de velada
ternura, como a una estrella errante que se transfigura en gota
de cera al caer sobre un manto de muselina.
Ella, al adivinar la sed que te abrasaba, humedeció sus dedos
en vino y los llevó a tus labios para que recuperaras el
estado de gracia.
Antes de traspasar Las Puertas de Marfil o de Cuerno,
pronunciaste
tus últimas palabras: mi y conozco.
Querías decir mi Clara y que ya conocías el rostro de Dios,
que el rostro de la Nada.
La niña Clara salió a rogar por tu descanso y al volver,
supo que el espíritu había sido arrancado de tu cuerpo.
Te coronó de mirtos, se arrodilló ante la quietud que te
cubría con su arena finísima y pidió a los demonios
fortaleza para poder vivir sin ti.

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