Descendimiento de Dolors Alberola

También tú estabas muerto.
No fuera yo la virgen,
la hembra que tuviera recostada
tu cabeza en mi pecho,
ni fuera el solo brazo esas colinas
puntiagudas irguiéndose.
No fuera a tu derecha
esa túnica rota y desbordada,
sino tu paño blanco de pureza sombría.
No fuera el sol la lámpara, oscureciéndose,
ni este lecho de sábanas
como un temblor de tierra ya amainado.
Pero tus ojos, muertos
a la luz de la calle ya dormida,
fueran toda la gracia
capaz de levantar la sola piedra.

Tu piel,
a dentelladas blancas y esa nieve
que simulara sangre.

Besara, descendiera
-no teniendo madero entre tus brazos
sino la sola cruz erguida en tus axilas
y esa boca entreabierta en mi agonía
y ese cadente
y ciego
no ser, casi perlado, cayéndose a gotas
del triste corazón que iba alargándose-.

Mirárate y gimieras:

-Oh, mujer.

Y gritaras:

-María.

Y todo está consumado -yo gritara-.
Y el dolor en tu pierna que acudía
al arquear su gesto y, descendido
ese extraño animal. Y, ya a plena muerte,
yo tumbara mi rostro contra ti
y, como un rastro en el lienzo,
me dejaras tu rostro a mi deriva.

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