“¿Es posible, ¡oh cruel!, que así tú me zahieras?
¿Se expresan de ese modo en tu país los amantes?
Pase que así lo haga el vulgo. ¡Con él peco…!
Aunque no; que a ti solo me siento yo obligada.
Estos trajes dirán a la mordaz vecina
que la viudita ya por su esposo no llora.
¿No te ponías tú mismo, en las noches de luna,
para venir a verme, un largo abrigo oscuro
y escondías tus melenas? ¿No fingiste el abate?
¿Conque tenía un prelado? ¡Y el prelado eras tú!
Pues, aunque no lo creas, ningún clérigo pudo
de mi favor Jactarse en la Roma levítica.
Y era joven y pobre, y ellos bien lo sabían.
Más de una vez miróme de reojo Falconieri
y Albani más de una, por medio de tercero,
a Ostia o las Cuatro Fuentes intentó atraerme en vano.
Jamás gracia me hicieron las medias encarnadas,
y menos todavía las de color morado…
Que si a broma mi madre lo tomaba, mi padre
me advertía: “Ten cuidado, que saldrás chasqueada..”
Y así, por fin, ha sido. Que si airado te finges
conmigo, solo es porque escaparte quieres…
Vete, pues, que no hay hombre que nuestro amor merezca:
su amor la mujer lleva, cual su niño, en el pecho.
En tanto que vosotros, al abrazar vehementes
con vuestro mismo ímpetu al amor ahuyentáis…”
Así la amada habló, y al pequeno cogiendo,
entre besos y lágrimas contra el pecho apretólo…
¡Qué bochorno sentí, oh, qué ruines hablillas
de malignas comadres aquel cuadro empañaran!
Débil el fuego brilla y humea por un momento
cuando sobre su llama agua vertéis; mas pronto
se depura y acendra y más pujante torna
a elevar en el aire su penacho fulgente.
Elegías (6) de Johann Wolfgang von Goethe
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