Yo, que fuera tu Agar, la esclava,
y fuera Jezabel,
arrojada a los perros de la noche
y, así, fuera María -tan delicada y pura ante tus ojos-
y Ruth, con una espiga de fuego entre sus manos
y, aún, fuera Judith,
rozando esos cabellos de Holofernes,
y Salomé, bailando sin descanso;
y me tomaras una y otra y cien mil veces,
gritando:
Oh, Jericó
-al golpe clamoroso y tu trompeta
no se extinguiera nunca-.
Tú, que fueras, en mi profunda cueva del amor,
el dolor hecho carne
y coito entre los hombres.
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