Es la fiesta del Intip-Raymi.
No luce aún el Oriente,
Y ya el Inca se apercibe
Al holocausto solemne.
En pompa regia, descalzo,
Con su estirpe y sus mujeres,
Deja el regalo del sueño,
Deja la paz de su albergue;
Y, en la antigua, extensa plaza
Bajo emplumados doseles,
Aguarda mudo y contrito
La luz del Padre celeste.
Adelgázanse las sombras,
Y un albor dudoso y tenue
Nace, vacila y se ensancha
Del Oriente al Occidente.
Asoma el Sol, y sus rayos
En hilos de oro descienden
A inflamar los hondos valles,
A fundir las altas nieves.
Todos gritan fervorosos,
Todos las manos suspenden,
Y a la región de las nubes
Lanzan ósculos ardientes.
Todos dilatan los ojos
Y la luz primera beben,
Como un sediento devora
El humor de viva fuente.
Y, entre músicos acordes,
Consagran himnos y preces
Al Padre eterno y fecundo,
Al dador de inmensos bienes.
Coge el Monarca en la diestra
Un vaso de oro luciente,
Y, de ofrenda al Sol divino,
La espumosa chicha vierte.
Coge a par en la siniestra
Un vaso de oro luciente,
Y el licor sabroso escancia
A sus hijos y mujeres.
Todos liban; y retumba,
A son de música alegre,
El lejano clamoreo
De los nobles y la plebe.
Mas, de súbito, al bullicio
Quietud profunda sucede
Y al regocijo y contento,
El espanto de la muerte.
Es que asoma por las nubes
Y en vuelo tácito y leve
Gira en torno de la plaza
Un hermoso Coraquenque.
Hacia el Príncipe heredero
Vuela el pájaro tres veces,
Y con dos pintadas plumas
Adorna al mozo la frente.
Triste fue la magna fiesta,
Que, a la luz del Sol poniente,
El Monarca ya dormía
En los brazos de la muerte.