Una luz arrasada de ciclón,
aquella misma luz que vi de niño
en las mañanas nupciales del miedo,
estaba esperándome aquí, pero aún más pobre,
más secreta y huraña todavía,
como si no hubiera lámpara capaz
de agrupar nuestras sombras dispersadas,
ni pudiera la abuela regresar con aquel vaso
de espumoso chocolate hasta mi cama
para decir: la dicha existe, la inminencia
es un tren que estremece las maderas
cargado de luces y dulzura.
Por las calles oculto yo corría
gritando como un pino indominable,
destellando la honda piedra de presagios,
discutiendo silencioso con las nubes,
a comprar un martillo y unos clavos
para clavar la casa contra el miedo,
y al fin huíamos del mar, en orden, por los campos,
buscando el ojo del ciclón que nos miraba
como un animal remoto y triste.
Esa luz está aquí, ya sin peligro,
toda exterior y plana, establecida
en la absoluta soledad del Cayo,
pura intemperie de mi ser, diciéndome:
no queda nada, no era nada,
no tengas miedo ni esperes otras nupcias,
arde tranquilo como yo, árida y sola,
no esperes nada más, ésta es la gloria
que aguardaba y merece (único amparo)
tu flor desierta.
( De Testimonios )