Tiemblan las ramas tenebrosas de los ángeles
de una noche intensa,
resguardada en los nidos, con las tórtolas,
cambiante de su sino y su ventura.
Las flamígeras alas del edén están partidas,
quebradas en mil puntos llameantes,
sembrando de ceniza el paraíso
con el polvo de golondrinas muertas.
La noche sacude su escudo y miente,
odia la faz derruida de los templos,
se ensaña contra el trinar de las estrellas.
Levantado el altar incrédulo,
se encrespa al roce de sus olas,
se estremece su cuerpo por la lluvia.
Llovía de noche, con la copa nítida
de la nieve, con la conjura de los nardos
y las rosas, sus tallos dulces, sus pétalos
envueltos en el mecer acuoso del océano,
la hierba desnuda del sabor de la esmeralda.
Llovía de noche, y colgaban cangrejos y culebras
como si fueran tempestades mágicas,
santuarios heredados, primigenios,
amplia gama de oscuridad primera.
Llovía de noche, y era la misma noche lluvia
de amores inocentes, de manos mojadas
al cortar laurel, espliego y madreselva.
Llovía de noche, y el acento de los cisnes
se callaba, como el punto que adorna el labio.
Llovía de noche, y la noche era regreso.