Razones del samurai de Vicente Quirarte

Para mi madre y mis hermanos

Nada que no tuviera
el antiguo sabor de la derrota:
el inútil trabajo del incendio
o la mitad del bosque;
la cólera tejida de la espuma
—corona, un solo instante,
del encaje del mar sobre la roca—,
espejo aliado fue de sus acciones.

Por eso sus victorias
tuvieron el estrépito
de lo que nace próximo al desastre:

el idiota que atreve un ‘yo deseo ‘,
la lluvia que se viene en el verano
para encender la sed con más violencia,
de la niñez el vuelo interrumpido
cuando la fiesta apenas comenzaba.

I

A las tres de la tarde
de aquel trece de marzo,
la voz de mi hermano Ignacio en el teléfono:
‘¿Puedes regresar?’
Y yo que quería contarle
del alba en California;
del cartel de la ballena jorobada
—cuarenta toneladas de energía
saltando en algún lugar de Alaska—;
del libro sobre la ballena spermacetti,
la Moby Dick que acometió al Pequod
y echó a pique los sueños
de su capitán alucinado;
del café que estrenaba las mañanas
con su campana oscura;
de las rubias empleadas de las tiendas
que en mi sed de comprar reconocían
las huellas del amor recién nacido.

¿Padre, hubieras querido que tu primer hijo
diera la mala nueva de que ya éramos menos?
En tus treinta minutos de agonía,
con el pie en el estribo de otro tren,
¿te acordaste de sus primeros pasos
cuando al pie de las sillas de montar
posaba como un pequeño Buda,
grave y solemne como los niños tristes?

‘¿Puedes regresar?’ Me dijo Ignacio.
Debajo de sus palabras se anunciaba e
l valeroso miedo de ser débil,
la rabia por no soltar la brida del caballo.

Era, como en los Viernes Santos,
la hora en que llegó la quinta herida,
en aquel cuarto oscuro de Los Ángeles
donde Ignacio quería decirme, dijo, me decía
que a la tribu por ti capitaneada
la diezmaban de tajo,
que te ibas de plano, y nosotros contigo.
Y mientras yo pensaba que la vida
era para mi sed un mar pequeño,
te tirabas —sereno— de aquel puente
para dar comienzo a las preguntas.

II

Atrás quedan la luz, el mar, las nubes
más brillantes después de la tormenta.
A diez mil metros de altura
regreso a la ciudad monstruosa
donde tú ya no esperas mi retorno.

III

A veces, cuando nada
pareciera librarnos del desastre,
estas ganas de ser maleducado
y de abrir, como tú, la puerta grande.
Pero afuera del baño de cantina,
mis amigos me esperan: su alegría
tras una selva negra de botellas.
Mira, siempre podemos engañarnos:
Que tus libros, tu huella, tus alumnos.
Lo cierto es que tus manos ya no cogen,
Que tus labios no inventan otra boca
y no orinas, soltando, lo que bebes.
Por eso llamaré —capricho de borracho—
a la Carmen que va no conociste
y le diré las cosas que me vuelven
más vivo que este ruido y este antro.
Y mi cuerpo saldrá de la cantina
y el aire de la noche será frío
y habrá más todavías, mañanas y más tardes.
¿Qué pensaste —carajo—, qué sentiste,
al volar por segundos, convencido
de que abajo la red no te esperaba?

IV

Don Emigdio, el abuelo, fabricaba
las sillas de montar más allá de la noche.
El café, la pobreza, los desvelos
desbocaron la yegua que no tuvo.
Cuando fuiste al hospital a recogerlo
—luego supe que se llamaba manicomio—
te entregaron su ropa aún mojada.
A nosotros, por niños, nos dijeron:
‘Su abuelo murió ahogado en una alberca’.
Pero una voz más honda nos decía:
‘La lima despertaba su otra sangre
y afilaba navajas en su carne.
El agua donde su cuerpo navegaba
en las manos sin cuenco de la muerte,
le ganó la partida a la locura’.
¿Qué diremos de ti que no te turbe,
qué diremos de ti para que nada
interrumpa tu sueño?

V

Larga y lenta canción de la desdicha:
quien apuesta a su incierto pentagrama
traza su propia trampa y la sonrisa
de una doncella coja a quien invitan
al baile de palacio.
No hay canciones felices: lo que duran
es aire para vivir los otros días,
fruto de la amargura cotidiana,
asfixia de la hoguera en la semilla.

VI

El arrayán sacudido por la abuela,
el único árbol de su patio,
era un hermano más: solitario, tristón,
sostenido en pequeñas alegrías.
Como los terremotos, imprevistos,
cuando el padre y la abuela se enfrentaban
era el tiempo de huir, de refugiarse
a la sombra del árbol,
jugar a la soledad con los mosaicos,
contemplando la hierba que crecía,
igual que mi tristeza, a lo salvaje.
Más tarde, además de juguetes, tuve libros.
En los cursos de invierno repetí ‘La robe est verte′
verde como los ojos de la niña
que maduraba tigres en mi sangre.
Refugiado en su luz y su perfume
miraba el ciclo oscurecerse y me sentía
como ese arrayán que en casa de la abuela
era el hermano ausente,
desmelenado y solo, orgulloso y viril,
al fondo de la casa.

VII

Entonces también era diciembre
y lima y tejocotes era el aire.
En uno de los equípales tapatíos
que saben ser eternos, nos dijiste:
Sentarse aquí para esperar la muerte’.
recuerdo con rabia y te imagino
sacando a la Catrina de la greña
cuando no te tocaba,
a las tres de la tarde de tu trece de marzo.

VIII

Escribo de este lado del espejo:
no ignoro que respiro, que mi cuerpo
es un buen animal que me soporta
por la ciudad en ruinas, tu dominio.
Y no olvido que hablo de la muerte
como el niño que burla a un toro ciego.
Al hallar las palabras que te buscan,
la verdad es que hablo de lo mío,
de lo que soy por ti, de lo que tengo
para encender la hoguera
cuando pienso que estás doliendo menos,
para que no te olviden la prudencia,
el sentido común, el tiempo curandero.
¿Creerás que mis palabras
quisieran ser el diálogo,
un desquite a destiempo
por todos esos puentes
que dejamos tendidos en el aire?

IX

También los grandes icebergs se desploman.
También esas montañas como dioses
se rinden a las armas
del tiempo y sus legiones.
Igual que a nuestros dioses, otros dioses
los arrastran, los llevan, los humillan
para hacerlos monarcas en exilio.
Te disuelves, como un iceberg, en el tiempo.
Pero nada convence a la memoria
de que el dolor presente es el comienzo
de los siete dolores
que debajo del mar me están guardados.

X

Pero valió la pena lo bailado:
la caricia del mar,
su azogue estremecido;
falsa estrella que, trémula en la mano,
te pagó por caricias de sirenas
que en tus huesos tatuaron su perfume.
Aunque armas y letras te prolonguen
poco a poco te irás, como se borra
el olor del amor bajo las aguas.
Nadie se queda en el recuerdo.
La mejor de las formas de guardarte
es respirar a puños este aire
encendido de luces y muchachas,
vacaciones, jardines desencuentros
que nos dejan, con sed, en el preludio.

XI

Tú le abriste la puerta. Estoy seguro
de que no te doblaste al enfrentarla,
y en tu vuelo sin alas regresaron
las palabras ardientes del vencido,
con la ciudad a punto de perderse,
al encuentro de un sol de bayonetas.

Pero hay algunas tardes, como ésta,
en que el traje de luces no la viste
y la muerte es pequeña y pobre y pinche,
como un pulpo vulgar, incontinente,
que nos riega de tinta la camisa
y nos quita la entrada de la fiesta.

XII

Te conceda la gracia de las nubes
y de que, inmóvil, mires lo mutable,
y vuelvas en verano, con la lluvia
a inventar la ciudad inagotable.

No el océano que amaste sino el cielo,
más alto que los hombres y los barcos,
te nombrará farero de las nubes,
profesor de sirenas descarriadas.

Contemplarás los blancos paquebotes
esculpidos en luz o ala de ángel,
navegar por canales luminosos
con el sol en sus cuerpos imposibles.

Todo será futuro, sueño ardiente,
y estarás en un cielo más tangible,
el burlador triunfante de tus ansias
cuando diste batalla entre nosotros.

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