1. Había entregado su noche a una calle. Propietario sin títulos del aire y las ventanas y de la ilusión que corre discretamente
una persiana. Calle con baches y otros motivos de tropiezo. Detenida en el silencio, en el beso enmudecido, en el farol alrededor
del que revolotean insectos efímeros, en el grito del celofán hollado por el caminante. Curvada, como las rutas de los hombres. Angosta -habitación del eco-.
Pocos árboles quedaban, restos de voluntad de la tierra. Agua que no habla, la de la fuente de peces mudos. Y el resto, ciudad: pavimento sin protesta bajo la rueda, pájaros que huyen.
Debió sofocarse de ruido su aliento campesino, cofre de horizontes, raíces y trigales. Su paso anhelante tejía vaivenes de tantos pensamientos nacidos de la monotonía urbana.
Ya el espacio lo había definido por la marcha que huía de la risa, por la persistencia ausente de los ojos, por la charla que sostenía con la sombra y que a veces sorprendió a los niños. Sombra escapada por instantes, mutilada en las aceras, torcida en sobresaltos ante el ruido súbito.
En una esquina, ajeno a cosas inesperadas, quiso ampararse de una ternura. La persiguió, y como huía, gritó. Mas la voz le rodó íntegramente por el cuerpo, le atravesó las manos, se desprendió hasta el suelo y allí, los otros, la pisotearon, la empujaron, la alejaron. Quedó sin voz y sin ternura. Consumió de rodillas su impaciencia y sus instantes. Fue en vano. Un cordón de ecos le anunció la distancia cada vez más cierta por culpa de la gente. Muchedumbre ladrona de la voz… la detestaba. ¡Ciudad! Estaba de tránsito y ahora debía permanecer en la ciudad. Intolerable suplicio que le negaba la esperanza de arribar al puerto de su destino: el de la idea.
Tengo sed, y nadie me habla ni puedo hablar con nadie!
Habló, pues, a solas -forma suya de silencio-. Palabra sin pendientes, sin abismos, atada al gesto. Trató de buscar la voz que había perdido, voz de soledad, su amiga y aire, su ruta hacia el puerto perseguido.
-Allá llegaré por sobre todo, sin brújulas ni norte y contra la noche. Marino o nave según la voluntad del llanto. Nunca el fin antes de hora, ni el labio trunco de otro labio. Tocaré la sonrisa. Encontraré el ángulo y la forma que me convengan. Recobraré la voz…
Tanto pasar, transitar, preguntar por algo ajeno en adelante. Y todo al querer avanzar engañado por la ruta o al labrar bordes de un deseo que ni trae ni lleva. ¿Intentar un murmullo fijo, una voz ajena? Imposible. Voz de soledad, quiso asirse de ella y amarla por amar algo, lejos del puerto de la idea.
* * * * *
2. Comenzaba a definirse el perfil de la tarde. En bocanadas de humo fugaba la ciudad y le nacían ojos inútiles. Muerte en el suburbio y en la calle. Ciudad ensayo de morada del silencio y defunción de la luz -la luz de la luna no lo es; es sueño de luz, y por eso el alba la sorprende y hace de ella una mancha más del horizonte.
El ruido de la noche fustigó los lares de su calma con impertinencia apenas perceptible. Se aproximó al más absurdo antojo de quietud porque presentía la llegada de algo, ritmo marcado y cierto de innumerables brisas, sonsonete del grito de antes de la vida, grito previo y fatal.
Se paseó en sus penas para agotarlas y no encontró salidas ni espacios en la sombra. Pidió noches y gestos a la noche… y murió de esperarlos. Más, cuando abrió sus cofres, lavó las sombras y se puso ángel en su piel de carne, la noche, discretamente, se unió a él, presencia fingida, casi junto a él. Y él, sin saberlo, perdido en la búsqueda y en la angustia, optó por un gesto de ave entumecida. Su voluntad Se quebró entonces en medio de los ojos y miró largamente a nada.
* * * * *
3. Cierta memoria de las cosas que fueron le devolvió a la luz. Lo de la víspera se confundió en la niebla. El cielo amaneció
zarco. Ensayó la plegaria. Se sentía inútil con sus manos, su pena y su silencio, retazos de alma que nadie podía ya zurcirlos.
-Amo esta mañana como a mi viejo cofre. Mucho fue vivir con las ventanas abiertas y tener un paisaje a domicilio: paisaje de sonidos a donde tal vez habrá retornado mi voz perdida. Me azota la memoria un sabor de fuente, un eco de beso y una rosa. Y en la fuente la vida se humedece. Y en el beso el secreto se prolonga. Y en la rosa espero mis palabras…
¡Si la voz hubiera renacido en la plegaria o si al menos pudiesen escucharle la mirada! La mirada, alma y sustancia del grito en el mejor silencio, cuerpo del grito, transparencia. Torrentes y arrullo en el secreto de la pupila.
* * * * *
4. Quiso, pues, gritar, huir. Precedió a la fuga la violenta desazón del grito que huía del silencio de la fuga. Grito sin voz, como que llamaba desde siempre la nueva realidad de un gran silencio. La almeja en el oído no le traía ya mar ni sabor de yodo. La piedra rodaba entre las piedras como arena El cauce abría su muda geografía. La sal del llanto nacía sin gemidos. Era muerte de la voz, apogeo del gesto en un mundo de silencios: puertas canceladas, muros para hiedras, llaves sin objeto, aventuras del tiempo de la infancia, duendes del cuento entre los zarzales. Un mundo de silencios coreaba el grito enmudecido: proyectos de viaje, seda de las sienes sembrada para el tacto, comba del paladar y gustos de saliva de una noche con alguien; y el resto, sabido y cotidiano.
El grito perseguía a la razón de la fuga y en medio hablaba un eco cierto: el de nadie.
Si por lo menos supiera definir su muerte o limitar la vida. ¿Cuál era el sendero y cuál la encrucijada ? ¿En qué se diferenciaban borde y abismo, grito y silencio?
-Quién vendrá junto a mí en la brega, en la tierra que he de romper, en el surco -vientre preparado a tantas siembras-. Un ángel, una caricia, no nacieron en la noche pavorosa Muchos sueños se cortaron. Mueren niños. En la calle de mi vida van verbenas, funerales, árboles secos, fuentes. En la calle de mi muerte surge el cielo, postergado. Quién va a escucharme… Quién va a hablarme… De la noche de los sueños queda la resaca de un mar muerto en su orilla. Perdí timón cuando el cierzo arrancó a mi impertinencia su raíz y la abandonó. Nada creció de mi esfuerzo. Nada surtió de tanta fuente y en un lugar de ayer mi voz se ha extraviado sin mueca ni huella.
Y así continuó por el alma de la urbe y entró en ella. Anduvo sin ver ni oír, como si se extrajera de la ruta señalada y explorara sorpresas y caídas. Sus ojos se adherían al recuerdo y hollaban pensamientos, sonidos y colores que ya no le pertenecían.
El alma de la ciudad vino compasiva y penetró en él a escondidas. Pretendía nacerle de nuevo, crepúsculo de diferente tarde,
raíz íntima y distinta, tallo urbano sin forma de otro tallo.
Cambiaron almas la ciudad y él. Quisieron transformarlas, mas fue inútil porque eran ya idénticas. Y quedaron las mismas, aunque despojadas, almas forasteras luego del cambio, con algo más de angustia. Y él debió seguir sin ver, sin oír, sin voz ni grito.
Pereció así, perdida la voz, no destruida. Huída y herida la voz, raíz en sangre del grito. Fue muerte silenciosa, de todos los días, sin signos luctuosos. Muerte en los ojos, en la flor, en el paso; preparada, elaborada y latente, de esas que duelen sin doler, lo mató. Falleció el poeta en ese hombre y el hombre ha quedado allí, en medio de la ciudad, sin voz, y como si inquiriera la forma y la manera de su peso y de su espacio.
En el último instante, el hombre creía seguir viviendo, pues aún sentía la arteria y palpaba la memoria de la vida feneciente. Sospechaba que vivía -añorábase brizna de espíritu y objeto de mirada-. Ahora ya nada dice. Ya ni la duda en la arteria, máquina de su flamante muerte, ni el tacto del canto pretérito. Es muerte total, irrevocable, irreparable en el hombre aquél que funciona, que circula, que ha extraviado sus lágrimas y, al perder mortalmente la voz, ha aniquilado al canto y al poeta.