«Tus nobles piernas, bajo los volantes que cazan,
tormentan los deseos oscuros y los excitan,
como dos brujas que hacen
girar un filtro negro en un vaso profundo.»
Charles Baudelaire
El gato era el señor en la rueda del osmio.
Era el viento que hacía jadear a la pluma.
Era la inspiración y el eco de la música.
Era el tiempo de ver geometrías al vuelo.
El gato era el arcángel.
Era la piel del dios que se acercaba
a controlar la casa de los sueños.
El gato era el alfanje, era la furia sola,
era la nota ágil que irrumpió en la sonata.
Como un manto de aceite discurría,
tal un cristal ardiendo su mirada,
un pentagrama árido de uñas
clavaba en el silencio y era un duende.
Era Satán y el fuego. Era la nada
que ahondaba el sofá en donde el muerto
descansaba, por siglos, su agonía.
La casa, así, ocupada, se elevaba
enfrente de la iglesia, como un palio.
El pábilo de luz que le cedía
la luz a aquel infierno de las sombras
era el alma del cirio, la más pura
sustancia en el requiebro de las alas.
El poeta maldito, ataviado con frac,
oscura golondrina que dormía
en un rincón de Dios, amplio tejado.