Vaivén de Filoteo Samaniego

1. Lo que me interesó de ese amor, de ese larguísimo simulacro de amor, fue precisamente lo menos, lo simple, lo vulgar,
lo aburrido.

Amor aburrido y cotidiano, tan sin sorpresas, que fue tal vez su ausencia de carácter lo que lo volvía sorprendente.

El comienzo, el fin, los intermedios, seguían un itinerario preciso, cronométrico; sin olvido de destino ni equivocación
de ruta, sin citas fallidas ni menos retardos a una cita. Llegábamos, saludábamos, desfogábamos nuestros deseos y partíamos
tras prudentes y moderados reposos, luego de haber ordenado vestidos y ojeras y equilibrado la altura de los hombros y de la mirada.

Sorprendente amor, tan cotidiano. Jamás el viento en el bosque sopló más de lo debido. Los pétalos desflorados se empeñaban
en una afirmación impertinente de pasión y siempre sobraron tréboles sobrecargados de la mejor suerte.

Sorprendente amor tan repetido. Nunca, en la caricia, utilicé sendas diferentes: del cabello a los hombros; de la frente
al corpiño, hasta que surgía la púdica protesta de su mano cancerbera…

* * * * *

2. Al iniciarse todo comienzo, innumerables razones, avatares, caminos y raíces surgen en estrecha red, se mezclan y entremezclan dando variedad a la angustia e impidiendo la monotonía de la risa.

El horizonte del recuerdo se abre y se entrega sin reparos ni mezquindad. Nunca hay mayor aglomeración de circunstancias
ni más material descriptivo que en un comienzo. Todo se da aunque exista todavía trecho por recorrer. Allí nos están permitidos desafueros y exageraciones por pertenecer a la fantasía y al cuento, únicos tenedores legítimos del derecho a la verdad y a la farsa.

Al iniciarse todo comienzo tropiezan desordenados los acontecimientos y se encadenan por infinitos eslabones hacia
la trama del relato.

Pero el comienzo de este amor, abundante en tiempo y pobre en novedad, no permite un margen de invención, me atropella
en lila desbandada de hechos similares, en un pasar sin pasar de días, meses y años. Aquello que autoriza la definición de ese mágico nombre «comienzo», no puede entrar en terreno de mi preocupación, por la imposibilidad de descubrir un ángulo, una ocasión propicia que permitan diferenciarlo de cualquier otro instante intermedio o final de este larguísimo amor.

* * * * *

3. La amé, y sólo después de consumado el beso, me interrogué sobre el significado de la entrega.
Era el primer día y aún no conocía el color de sus ojos. Me equivoqué al alabarlos, porque fui directo al fondo de la mirada.
De la misma manera que un día, el último, al caer de la noche y conociendo ya el sabor de sus ojos, me equivoqué asimismo
y para siempre por la última vez. Claro que para entonces había ya acostumbrado mis horas a ese error y amaba el error
que era Ella toda y que la hacía personal, incomparable, única.

No acierto a comprender cuál fue su última caricia: la de la noche primera o la que cronológicamente clausuró nuestro intento
de amor. Pues si fue un beso de partida el saludo de sus labios, partió lenta y difícilmente. Se despidió sin quererlo desde la entrega inicial y retardó el desenlace de su definitiva desaparición.
Presintió la imposibilidad de fusión de labios y salivas y sufrió de la certeza del fin que entreveía y al que no quería llegar
ni apresurarlo por haberse encariñado, aquerenciado súbitamente en la imposibilidad fatal. Y si el último lo fue en realidad
¿por qué lo acortó y se echó, llorando, a correr?

* * * * *

4. La historia que relato tiene en su actual realidad cariz y circunstancias idénticas, aunque diferentes. ¡Ahora estoy solo!

La costumbre de Ella estuvo tan enraizada, que me duelen las horas extraídas, los muebles abandonados, los gestos rutinarios:
me hice a esa rutina y ahora me pesa la rutina degollada.
«No te equivoques, parece decirme alguien, sobre la causa de tus sufrimientos; los únicos que sufren son los baldados:
les duele el miembro que les falta». Compruebo la ausencia de innumerables minutos en el día y ya no puedo conformar
ni ensamblar los instantes hasta completar las veinticuatro horas que eran péndulo y constancia de mi vida.

¡Y los muebles! Los otros, fuera del lecho. Los muebles, digo: la alfombra arrugada por los pasos imprecisos; la lámpara de
tres bombillas en la que nunca alumbró más de una; la cómoda, el escritorio y la silla.
¡Ah! la silla, que favorecía tanto a la rigidez de su aparente dignidad. Y hoyno hay nadie en la silla. Desde arriba la mira
un rayo de luz mas no encuentro la sombra que busco. El aire está sentado en la silla, cómodo, tranquilo, cruzando
las piernas sin gracia. Mas a él no lo busco. Persigo una mirada algo más arriba del espaldar y cerca, muy cerca de mi anhelo.
No me atrevo a aproximarme. Detesto palpar la ausencia. La silla permanece inmóvil como mi aliento. Detesto la quietud
del mueble vetusto y el ruido que ya no está: como cuando algo inquietaba su impaciencia. Era tarde; debía partir,
y partió a esta misma hora.

Y ahora me duele la sombra escapada del cuerpo de los días y añoro los repetidos gestos que me contrariaban; la voz que
hablaba y golpeaba mis oídos hasta exasperarlos. Añoro la monotonía, la exasperación, la falta de incidentes, pues ahora estoy solo: comprobación estricta y precisa.

* * * * *

5. Una lágrima: la he buscado en el fondo de mi pupila como una súplica, como una imposibilidad.

Incapaz de lágrimas, por tener y mantener esta clausura, esta vida y muerte del sentimiento ante la imperturbabilidad del gesto.

Me inclino ante la lágrima. La llamo. Intercedo su presencia. En esta insoportable soledad del espíritu y del cuerpo no puedo permanecer sin lágrimas.

Camino yermo el de mi angustia. Lo que cerca el camino no es precisamente la sensación del fin próximo o lejano.
Es su preparación. A fin dorado, a término feliz, bordes y veredas que fecunden esa preparación del gozo, aunque nos duela
tal proceso de fecundación. Hacia la muerte y por ella, en cambio, rutas de sombra en las que las fronteras de la luz delimiten
sombra y claridad y fijen la necesidad de sus existencias en lucha. Para Dios, la marcha desbordada noción de camino.
Vamos a Él plenos, indiferenciados. El camino corresponde a la infinita amplitud del fin: fatiga y reposo, llanto y melodía
se justifican y explican toda contradicción aparente. Vale la pena tan corto andar hacia ese motivo inconmensurable.

Pero hacia la soledad ¿cuál puede ser la razón del camino? ¿Dónde y cómo determinar el borde?
¿ Qué sensación de fin próximo o lejano es capaz de caracterizar el ruido de los pasos o su medida?

Y mis instantes se dirigen hacia la soledad. Caminan su soledad que no tiene domicilio ni orientación, que es estéril y absurda.
De allí la ausencia de lágrimas a pesar de mi búsqueda cotidiana.
De allí que mis párpados deban cubrir el reflejo de esta actual realidad y habituarse a la sinrazón y al desasosiego
provenientes de la ausencia de lágrimas.

* * * * *

6. Mas ¿si volviese? ¿Si un día la puerta cediera ante la voluntad del retorno y Ella se presentara en sombras, contraluz de un tiempo deslumbrante? ¿Si, inesperada y silente, despertara mi sueño?
¿Si viniera a inquietar mi apetito antiguo ya ofrecerme restaurar los días iguales vividos por serle imposible brindármelos
diferentes?

Encontrarme de nuevo en el comienzo y en el fin, frente a la cruel alternativa: con Ella, aburrido, o sin Ella, incompleto.
Como si el vacío y la angustia fuesen inevitables presencias lógicas.

Tener que aburguesar la angustia y sujetarla a horarios. Perderme y encontrarme otra vez tan perdido con Ella y por Ella,
ambos desconcertados que ya no somos lo mismo ni Ella ni yo ni ambos… ¿Si volviese? me digo… y callo.

Que tal como me comporto hoy que me acosan recuerdo y ausencias, que soy centro y blancode un doble destino,
echando de menos una doble circunstancia disímil antecedente, inútil pretender puertas, que se me entregan cerradas,
suprimidas llaves y hendijas.

Estoy circunscrito, atado. No porque tenga razones de clausura sino porque sobran motivos para temer la libertad:
la de juicio, la de acción y movimiento; la de amor.

Cada una, persiguiéndola, me ha sometido.

Por todo esto olvido y repito lo ya dich0: si volviese?

No me queda un cuarto libre. Estoy repleto de mis trastos y mis cosas. Ofrecerle ese vacío llamándola a llenarlo.
Proponer eriales a quien imploro como agua de mi sed.

Y entre aquello y lo de allá, ni entusiasta ni sosegado, trato de que se me enseñe el itinerario de mi angustia y acabo por convencerme que no es Ella, ni soy Yo sin Ella, o con Ella. Pues soy Yo solo, irreductible a la entrada de alguien más.
Doliéndome. Hastiado antes de nada y, después de todo, inconforme, indeciso, insatisfecho.

¿Si volviese?… ¡que nunca estuvo, ni es ni estará! Nos mintió el desierto y perecimos con la fuente en los ojos.

Y si entonces no fue Ella, aun cuando volviese no lo sería…

Llegaría y me encontraría lejos. Más allá de antes: cuando presentido, y, tal como entonces, Yo, nacido para nadie.
Con mi propia vegetación inadaptable a otros climas, mis aguas mías y mis íntimos cielos, y andando hacia mi muerte
como Ella hacia la suya.

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