Nunca he pretendido que el verano fuese el paraíso,
o que esas vírgenes fueran virginales; en sus bandejas de madera
están los frutos de mi conocimiento, radiante de morbo,
y te ofrecen esto, en sus ojos de almendras marinas maduras,
los pechos de arcilla brillando como lingotes en un horno.
No, lo que he chapado en ámbar no es un ideal, tal como
Puvis de Chavannes lo deseaba, sino algo corrupto-
la mancha en la vulva de la azucena amarillenta, los falos del llantén,
el volcán que irrita como un chancro, el humo de la lava
que trepa con su siseo hacia la diosa sibilante.
He horneado el oro de sus cuerpos en esa aleación;
decidle a los evangelistas que el paraíso huele a sulfuro,
que he sentido las cuentas del rosario en mi erupción sanguínea
mientras mi pincel les daba en la espalda, la cerviz
de un jesuita secularizado llevándole el rosario.
Coloqué una mascarilla mortuoria azul en mi Libro de Horas
para que aquellos que sueñan con un paraíso terrenal puedan leerlo
en tanto que hombres. Mis frescos en arpillera a la diosa Maya.
Los mangos enrojecen como carbones en un hoyo para asados,
paciente como las palmeras del Atlas, la papaya.
Versión de Vicente Araguas
Huerga y Fierro Editores